Sunday, September 23, 2007

Literatura light: humo sobre el agua


El código light
Literatura light. Dos palabras que se han transformado en sinónimo de literatura de poca monta o literatura chatarra. Basta con pasear por las librerias mas importantes de cualquier ciudad del mundo o en cualquier foro literario para tropezar con ellas cientos de veces.


Es una descalificación que se usa mucho y se explica poco, condenándola de esta manera al limbo de las frases hechas. Nos preguntamos: ¿qué es la literatura light? ¿Existe realmente o se trata sólo de un lugar común? ¿Cómo podemos reconocerla? ¿Un best-seller es siempre literatura light? Aunque, lamentablemente, no hay mucho de donde abrevar para tantas dudas, algo sí se puede encontrar en Internet. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, en una entrevista concedida a la Revista Ñ de Clarín el 05/02/2005, hace este sabroso comentario:
“Hoy en día está de moda un tipo de novela ligera, light. […] Si El Código da Vinci al final a ti te produce un extraordinario placer y lo que buscas son obras que sean equivalentes, entonces tú nunca vas a poder leer el Ulises de Joyce, nunca vas a leer a Proust, ni vas a gozar con Borges. Yo creo que esas otras lecturas en cierta forma te vacunan, así como las telenovelas te pueden cancelar completamente la sensibilidad para gozar de un tipo de teatro de gran refinamiento, por ejemplo. Porque esas obras, algunas muy bien hechas, que te capturan la atención muy rápidamente, son obras descomplicadas, que no ponen en ejercicio tu inteligencia ni tu capacidad de raciocinio, que no te plantean dudas o problemas. Son una agradable ensoñación, casi como tomarse un tranquilizante: te descansan, te sedan un poco, pero eso crea lectores pasivos, lectores que son los espectadores de telenovelas.


¿Qué inconveniente tiene eso?: que rápidamente puedes llegar a descubrir que si eso es lo que te interesa, entonces ¿para qué leer? Hay un cine, una TV que te da eso mismo. La buena literatura necesita lectores que sean activos, que estén dispuestos a enfrentarse a la complicación, que trabajen codo a codo con el autor, con su imaginación, con sus conocimientos, para poder disfrutar cabalmente la obra. Cosas como El Código da Vinci están totalmente reñidas con eso, es una literatura de otra naturaleza.”



¿Interesante, no? Con esta tremenda realidad debería bastarnos. Pero seríamos contradictorios, porque, precisamente, una de las características de lo light es la falta de profundización. Además, me voy a meter en problemas, voy a disentir un poco: El código Da Vinci es una novela light, sin dudas, pero no porque ponga o no en ejercicio tu inteligencia. Porque al fin, eso depende de cada uno y las complicaciones se la busca cada quien. Un lector avispado no se dejará deslumbrar por la primera teoría conspirativa que se le cruza, e irá a buscar el cuadro de La última cena o La Virgen de las rocas para averiguar si Dan Brown le está abriendo los ojos o vendiendo un buzón. Profundizar o no profundizar, esa es la cuestión.
Reformulemos las preguntas entonces: siendo tan delicado el tema que trata El Código, ¿por qué Dan Brown lo expuso con tanta ligereza? (1) ¿Desidia o incapacidad? Otra cuestión: si el tema central de esta novela ya había sido expuesto en obras más ambiciosas, mejor documentadas y mejor escritas, ¿por qué aquellas pasaron desapercibidas y El Código sigue al tope de las más vendidas?



Con otra frase de la misma entrevista de don Mario podemos comenzar a esbozar las respuestas:
“Novelas como Los Miserables, como el Ulises de Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, o como Rayuela o Adán Buenosayres en la Argentina, donde hay casi una vida detrás volcada, eso no está de moda. Los escritores hoy están impacientes, escriben rápido, quieren tener éxito cuanto antes.”



En esto sí estoy de acuerdo; y por ahí van los tiros: el auge de la literatura light surge de la adaptación del mercado editorial a una sociedad poco propensa a meterse en problemas. ¿O nunca oyó decir, con una lógica que parece irrefutable: “¡Demasiados problemas tiene la vida para complicarse con un libro de esos!”?


Deslizándose en la superficie



En la cultura light no se profundiza; sólo se mantiene informado para “tener opinión”. Leer El Código Da Vinci es cool, pero ir más allá y meterse con El Péndulo de Foucault o The holly blood and the holly grail (5) es ser un pesado. Podemos indignarnos por las injusticias, pero sin exagerar; y para nuestra tranquilidad siempre habrá alguien que nos palmee el hombro diciendo con conmiseración: “Bueno…bueno, no es para tanto”. Leeremos a Osho, Coelho y Deepak Chopra, y nos mirarán como a seres iluminados, pero si nos pescan con el Corán o La Torah corremos el riesgo de ser tildados de ultra-algo. Podremos usar remeras del Che, con la condición de hablar sólo de las partes más “glamorosas” de sus vidas.



Estamos condenados a ser bichos de la superficie y a beber a diario una pócima mágica de cultura pasteurizada. La literatura light es una emanación de dicha cultura, y como el resto de las manifestaciones light, es liviana e insustancial. Como café sin cafeína, como medialunas de grasa sin grasa. Es un sustituto. Y no en vano comparten el calificativo con la comida light: hay cierta inocuidad en ambas; no parecen hacernos mal, su mayor mérito es no hacernos nada y pasar por nosotros sin pena ni gloria. Pero lo que puede ser bueno para alimentarse es malo para la literatura, que tiene que hacernos algo.



La mayoría de las novelas de hoy en día son elaboradas sin demasiado esfuerzo. Novelas anoréxicas, hechas por escritores despreocupados del uso excelso del idioma. Novelas a la medida de las editoriales modernas.
¿Los ceos esperarían que Hemingway corrija más de 30 veces el final de Adiós a las armas? ¿A Tolkien, que tardó 12 años en escribir la prometida continuación de El Hobbit, o sea El Señor de los Anillos? ¿A Tolstoi reescribiendo por séptima vez La guerra y la paz? Es difícil imaginarlo. Las editoriales necesitan de escritores sin esas veleidades. Escritores rápidos, que hagan su trabajo sin volver atrás, sin corregir, sin refinamientos. El estilo que mejor sienta a este tipo de novelas es el informativo, correcto desde el punto de vista gramatical, pero hermano menor de la literatura.



Si el escritor light describe un crimen, le pone tanta emoción como la que podemos encontrar en una noticia de Reuter (o Televisa). En cambio, para un buen escritor, un hecho extraordinario es una fuente de sensaciones que intentará hacer llegar al lector usando todas las herramientas que le brinda el idioma. Herramientas que ha conseguido quemándose las pestañas, estudiando, leyendo, observando. Si este escritor no light, tuviese que describir, verbigracia, la inmolación de un miembro de Al-Qaeda en un lugar repleto de gente se desesperaría por buscar la manera de llevar al lector lo más cerca posible del hecho, de que huela el miedo, de que su corazón retumbe a la par del suicida; sentirá que las palabras no le alcanzan y usará comparaciones, metáforas, analogías, hipérboles. Este señor escritor querrá que el lector sienta que explota junto con el terrorista. Seguro que t ermina la noche alterado, pero sabiendo que lo hizo lo mejor que pudo, y con la sospecha de que ha dejado un pedazo de alma en ese texto. Y lo peor de todo es que en los días subsiguientes volverá sobre el escrito para corregirlo, para quitar lo que sobra, para buscar palabras más representativas. Y tal vez, hasta lo haga un bollo para volverlo a escribir.



El escritor light, en cambio, pintará un crimen sangriento con salsa de tomate y el muerto se levantará apenas el lector dé vuelta la hoja. Su editor-ceo le dijo que no puede esperarlo más: “¿Qué estás haciendo? ¿Corrigiendo el estilo? No, no. No pierdas tiempo en pavadas…”
Además, posiblemente este escritor ya ha recibido un adelanto por su obra. O sea: ha vendido su alma al diablo.



Los buenos escritores sienten consternación cuando no pueden llevar el idioma hacia los límites. En la literatura light, en cambio, no hay riesgos. No es casual que en dichas novelas casi no se encuentren metáforas. La metáfora, tal vez, sea el recurso literario más peligroso. Hallar una buena es encontrar una perla que embellece la prosa, pero deambula por ahí, al borde de lo posible, a un paso de desbarrancarse en el abismo de la ridiculez o del lugar común. Conrad se la jugaba así: “La niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las colinas…” (6) Y Faulkner: “El sol era la boca roja y descendente de un horno; su sombra, que él creía perdida, se agazapaba a sus pies como un perro que trata de esconderse” (7). Nos puede gustar o no; pero es innegable que estos novelistas eran tipos osados. El escritor light, en cambio, es pusilánime.


Y aqui me detengo un poco para preguntarles lo siguiente:

Podrian imaginar ustedes que una escritora ultra chatarra y ultra light con un solo libro en su haber podria llegar a ser la Secretaria de Educacion Publica de un pais? Y lo peor; que el libro se titule: "Dios mio hazme viuda por favor"? Podrian imaginarlo? Tal vez si, si ademas les informo que ese pais fue gobernado por un ex-gerente de la Coca Cola. Presidente que una vez visito una escuela y dejo firmado en el libro de visitas ilustres de esa escuela unas palabras para la posteridad escribiendo a de haber sin h.? ah! y ademas a este presidente le gustaba mucho leer los libros de Borgues . Que decadente, no les parece?


En fin, prosigo con el articulo...


Los buenos libros son una comida pesada
La literatura tiene que hacernos mal. No debería pasar por nosotros sin dejar vestigios. De hecho, creo que los libros que más recordamos son aquellos que nos hicieron mal; los que nos provocaron alguna reacción: el estómago contraído, la boca seca, los dientes apretados, un principio de t aquicardia, la ansiedad que nos hace crispar los nervios, el insomnio, el sueño al día siguiente. Nos hacen mal al cuerpo... y bien al alma. Los buenos libros son así: nos maltratan, nos dejan tensos, nos agarran del cuello y no nos sueltan, nos exigen las neuronas, nos desvelan, nos hacen insultar al autor con una mezcla extraña de odio, admiración y envidia. Los buenos autores te secuestran, y te devuelven hecho una piltrafa.



Y, extrañamente, eso es lo maravilloso.
Aún me recuerdo leyendo El corazón de las tinieblas. Conrad, de la mano del capitán Marlow, me llevó a la selva, me hizo navegar por ese río espantoso, me hizo oler carne de hipopótamo putrefacto, me hizo quedar ciego flotando en un barco maltrecho mientras los salvajes aullaban a mi alrededor. Me hizo indignar, me hizo dar miedo, me hizo temblar y por poco, no me hace atravesar con una lanza. Conrad no tuvo piedad de mí. Y, sin embargo, sigo suponiendo que elevó mi alma.
Entonces, claro, dirá usted, un best-seller es un producto típico de las editoriales modernas; por lo tanto, un best-seller siempre es light.
Pero semejante simplificación sería una injusticia. Es cierto que el best-seller tiene su consigna psicológica negativa: hay que leerlo, no porque sea bueno, sino porque todos lo leen, como el tema musical de moda, que un día dejó de sonar en la radio y descubrimos que era insufrible. Sin embargo, ¿qué quiere que le diga? ¡Me parecieron tan buenas algunas novelas proclamadas como best-sellers! Por ejemplo, El Nombre de la rosa, de Umberto Eco. Es un libro maravilloso, difícil, intrincado, desafiante, que hay que leer con un buen diccionario al lado. Y fue un best-seller con ninguna de las características de una obra light.
Hay best-sellers que se prenden a la estela del éxito de algún otro, como el polvo que va dejando tras su paso El Código Da Vinci, con historias de templarios, cátaros y druidas disfrazados y el pobre Fibonacci condenado a ejercer como encriptador oficial de cuanto misterio ande dando vueltas. Hay best-sellers raros, como los de Umberto Eco. Los hay históricos, como El Quijote o The catcher in the rye, que siguen vendiendo como si se hubiesen publicado el año pasado.
Y entre los raros actuales, está La sombra del viento, del español Carlos Ruiz Zafón.



Un best-seller cuyo éxito nació de recomendaciones de lector a lector. Cuesta creerlo, pero no hubo lanzamiento ni promoción. La editorial no le había visto “potencial” y, sin embargo, la novela ya fue traducida a treinta idiomas. Pero, aunque alentadores, esos son sólo números; y ese el punto: lo importante es que en La Sombra del viento se puede percibir un arduo trabajo de corrección de estilo, el esfuerzo que t anto se echa de menos en la mayoría de las novelas modernas. Y una muestra de que se puede hacer una buena novela y ser exitoso a la vez.



Tengo un recuerdo vívido: una vez me prestaron una novela. La leí en dos días: no porque fuese corta, sino porque me fue imposible dejarla. Eran las dos de la mañana, y el autor me clavó un dardo envenenado: a uno de los personajes, uno de esos a los cuales uno le toma cariño, lo muerde una hiena; y no cualquier hiena, sino una con rabia. El tipo se encadena y pasa los días con un amigo, atento a los síntomas. Horas interminables y de miedo. Parece que no pasará nada y sin embargo, un día, delante de su compañero —¡delante de mí, en realidad!— mi querido personaje se transforma, me mira con ojos color sangre, como un muerto vivo, tironeando de la cadena cual animal furioso, grita, echa espuma por la boca, se revuelca y se arquea poseído por el demonio de la rabia y ¡crack!: su espinazo se parte en dos. Le juro que el ruido tronó en mi mente. ¡Por Dios! ¿Cómo dormir? Tres de la mañana y mi estómago como una bota vieja. Sin dudas, ese libro no fue una hamburguesa light, sino una comida con picante y grasa: Cuando comen los leones, escrito por un señor best-seller, Wilbur Smith. Si me hubiese guiado por mi animadversión hacia la etiqueta best-seller, me hubiese perdido de un momento inolvidable.



Por suerte, la literatura es tan impredecible y vital que a veces nos sorprende, y nos destroza los preconceptos, a los lectores y a los editores. Nosotros leemos a Wilbur Smith y nos quedamos con la boca abierta, ellos reciben millones de pedidos por La sombra del viento y se quedan con la boca abierta por los réditos de una obra que habían condenado al fracaso.


La delgada línea… incolora
El mayor problema no es que haya tantos libros light —que siempre los hubo, aunque con otros epítetos—. La gran estafa editorial de nuestro tiempo consiste en vendernos, mediante eficaces campañas publicitarias, literatura light disfrazada de Gran Literatura.
La línea que separa lo light de lo profundo es muy sutil; como la superficie del agua. Las editoriales tienen la habilidad, a veces admirable, de seleccionar libros que rozan esa línea. El Código Da Vinci se me antoja ahí, como humo sobre el agua, que parece húmedo, parece denso, pero en realidad se hace hilachas ante la primera brisa. De haber sido un poco más profundo posiblemente no hubiese tenido éxito; aunque tampoco si no tuviese la apariencia de Novela Culta que le han sabido dar. Y, en definitiva, esa es la palabra clave para un producto light consumado: apariencia.
Y todos sabemos lo que hacen las apariencias.

Publicado por Roberto Aranda




(1) Aranzazu Sumilla, consejera de edición de Umbriel Editores y quien aconsejó la publicación de El Código Da Vinci en España, lo defiende de esta manera: “No se t rata de alta literatura y no se pretende tampoco que se considere como tal. Es un thriller comercial. Y como tal tiene que ser valorado”. Me saco el sombrero ante tanta sinceridad, pero lo cierto es que el libro se promociona como pleno de erudición y maestría.


(5) Libro del cual Dan Brown tomó prestadas sus ideas.
(6) Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.
(7) Willams Faulkner, Ninfolepsia.



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