Wednesday, November 21, 2007

Pierre Bourdieu


Pierre Bourdieu fue uno de los pensadores críticos más brillantes e influyentes de los últimos 30 años del siglo XX. Su trayectoria y su obra recuerdan -aunque él lo haya rechazado en vida- la producción de intelectuales franceses como Jean-Paul Sartre o Michel Foucault.

Hace 35 años que Pierre Bourdieu publicó su primer trabajo sobre los estudiantes y la cultura. Desde entonces, convencido de que la sociología ayuda a explicar el mundo, produjo una impresionante obra teórica y práctica, al tiempo que se involucró en todo tipo de luchas sociales a favor de la justicia. Aunque su libro Distinción. Una crítica social del gusto haya sido escogida por la Asociación Internacional de Sociología como una de las 10 obras más importantes de sociología en el siglo XX, otros trabajos suyos, como el del oficio del sociólogo, han gozado de gran popularidad.

Distanciado de la izquierda clásica y del marxismo neanderthal, el arsenal teórico que produjo, en mucho alimentado por multitud de estudios empíricos y por la imaginación, tiene enorme actualidad. Su crítica al fatalismo economicista y a la restauración neoconservadora, su diagnóstico de la mundialización no como una fatalidad económica sino como una política consciente y deliberada, su exhorto a restaurar la política más allá de los marcos nacionales, su reivindicador llamado -siguiendo a Ernest Bloch- de una utopía razonada, son herramientas indispensables en la reconstrucción de la izquierda.

Según Bourdieu, para ser sociólogo se requieren tres características imprescindibles: modestia, trabajo y simpatía por la gente. Ninguna de ellas fue ajena a él.

Sólo cabe esperar que su muerte permita difundir mas ampliamente su obra en nuestro país -pienso, por ejemplo, en el poco impacto que tuvo su diálogo con Günter Grass a comienzos de 1999 sobre la nueva gama de discursos necesarios para enfrentar la globalización neoliberal- más allá de los circuitos en los que tradicionalmente ha estado confinada. Que la difundan a un sector mas amplio de gente pensante, que desafortunadamente no tuvo ni tiene oportunidad de acudir a esos historicos encuentros y foros de intelectuales de tan alto nivel.

La obra de Pierre Bourdieu


Los nativos estaban relativamente tranquilos. Les habían quitado muchas cosas, ciertamente. Los médicos habían descrito el funcionamiento de sus organismos como si no fueran suyos. Los economistas habían hecho lo mismo con sus intercambios mercantiles. Hasta los lingüistas formulaban teorías acerca de sus lenguas sin tener para nada en cuenta sus opiniones. Pero había una cosa que no podían quitarles, porque esa cosa era, en el fondo, ellos mismos. Se trataba de sus gustos.
Que a uno le guste o no un coche o una casa, que le repugnen las películas de Paul Newman, que encuentre ridícula tal forma de caminar o que prefiera la música de Chopin a la de Wagner, ¿quién puede a uno discutírselo? En esas cosas manda sólo uno mismo (le podrán a uno afear sus gustos, pero no por ello impedirán que le gusten), son inevitables y absolutamente soberanas, dependen únicamente de nuestra inalienable personalidad. De gustibus non est disputandum, y sobre gustos no hay nada escrito. O no lo había hasta que un sociólogo de humilde origen campesino publicó, en 1979, un libro titulado La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979). El texto se iniciaba con una demoledora encuesta sobre los gustos musicales a propósito de tres obras: el Clave bien temperado de Bach, el Danubio azul de Strauss y Rhapsody in Blue, de Gershwin. A pesar de la indiscutibilidad, la intimidad y la irrenunciabilidad de los gustos, resulta que los profesores de Enseñanza Superior, intelectuales y artistas, escogían masivamente a Bach, la clase media y los cuadros administrativos a Gershwin, y la clase obrera se inclinaba mayoritariamente por el Danubio azul. Aquel día la inalienable personalidad de los nativos sufrió un importantísimo revés.
Partiendo de esta desilusión inicial, Pierre Bourdieu mostraba cómo lo indiscutible -el sagrado terreno del gusto- era el campo de batalla de una disputa simbólica en la cual podía descubrirse toda la estructura social de la división de clases, con las estrategias colectivas que intentaban aprovecharla o combatirla, las desigualdades de capital cultural y las enormes dosis de sufrimiento personal engastado en las apuestas 'estéticas' aparentemente triviales o superficiales. Aquello que los nativos consideraban su propio ser, aquello que creían ser ellos mismos y llamaban su 'naturaleza' era, sin embargo, su sociedad. Nada más y nada menos.
Mediante el concepto de habitus -las estructuras sociales imbricadas en las prácticas y confundidas hasta con las reacciones musculares aparentemente más automáticas de los agentes sociales-, Bourdieu no conseguía solamente otorgar objetividad a todo aquello que los individuos consideramos inalienablemente 'subjetivo' y a lo cual los teóricos con inclinaciones metafísicas y poéticas quisieran llamar 'el ser', sino que prevenía a la sociología contra su vicio más acusado -el de atenerse exclusivamente a esa objetividad tan difícilmente ganada- porque mostraba que esas 'ilusiones' subjetivas que los agentes se hacen sobre sí mismos no son en absoluto una 'cantidad despreciable' que el sociólogo deba pasar por alto para ser más 'científico', sino un elemento indispensable para la descripción de la sociedad. De este modo, los hallazgos del teórico alcanzaban también un significado político: el conocimiento de las estructuras sociales de dominación simbólica -es decir, de esas 'ilusiones' que se hacen los nativos, y que constituyen una herramienta necesaria para su propia dominación material- se convierte en un a priori para cualquier intento de reformarlas, combatirlas, denunciarlas o neutralizarlas. Estas 'razones prácticas' operan ya, aunque inconscientemente, en los movimientos sociales que se oponen a ellas, y deben contar conscientemente en los programas políticos que aspiren a una acción social eficaz.
Pierre Bourdieu no había llegado por casualidad a estas conclusiones. Procedente de la filosofía, que siempre fue uno de sus referentes polémicos -se recordará su importante ensayo sobre La ontología política de Martin Heidegger (1976)-, después de licenciarse con sendas tesis sobre las objeciones de Leibniz contra Descartes y las estructuras temporales de la afectividad, se formó como sociólogo en Argelia: una sociedad en la cual no es difícil (con un mínimo de sensibilidad) convertirse en un 'intelectual de izquierda'. Desde el principio sus intereses, aunque aparentemente diversos, estuvieron fuertemente orientados. Gran defensor de la 'teoría' frente al sociologismo instrumental y estadístico, su obra siempre se centró en el papel social de las producciones 'culturales' y de los bienes 'simbólicos', desde las instituciones de enseñanza -soberbiamente analizadas en Homo academicus- hasta las bellas artes, pasando por una 'sociología de la sociología' y una profunda investigación sobre las raíces y la significación de la figura del 'intelectual'. En la que fue probablemente su última obra de gran ambición teórica, Las reglas del arte (1992), Bourdieu expresó a la perfección otra de sus nociones-clave, la de campo social. Tomando como eje La educación sentimental, de Flaubert, describió de forma insuperable la formación histórica del 'campo literario' y la emergencia del personaje del escritor, sus obligaciones estéticas y sus responsabilidades públicas, sus máscaras y sus metamorfosis, sentando las bases para una 'ciencia de las obras' que supere la estéril alternativa entre la crítica 'interna' o textual y la crítica 'externa' o sociológica. Convertido ya en una de las grandes figuras de la sociología de la segunda mitad del siglo XX y en uno de los intelectuales de referencia en el debate internacional, creador de una escuela de sociólogos que lleva su impronta y animador infatigable de una de las principales revistas europeas de sociología, Bourdieu dedicó especialmente sus últimos años a lo que consideraba que era la antes aludida 'responsabilidad pública' del intelectual: invertir su prestigio como científico y corredor de fondo a favor de la causa de la izquierda o, como él decía, de una izquierda de izquierdas, comprometida con los nuevos movimientos sociales europeos en lo práctico y, en lo teórico, con la utopía de una 'Europa de los intelectuales' capaz de resistir a los efectos negativos de la globalización cultural. Nadie como él fue capaz de hacer eso que es tan difícil, tan molesto y tan necesario: enseñarnos a los nativos cuál es el juego al que estamos jugando.
Le echaremos de menos.